La llorona


En una noche estrellada, a orillas del lago Texcoco, los sacerdotes reunidos calculaban la posición de los astros en el cielo para determinar la medida del tiempo. De repente, un alarido lastimero se extendió sobre las aguas y quedo suspendido en el aire. Era Cihuacoalt, la diosa madre, la protectora de la raza, que había bajado de la montaña y saliendo de las profundidades del lago venía a prevenir a su pueblo. Por el este se acercaba su figura blanca y difusa, su cuerpo de mujer envuelto en un largo vestido que revoloteaba en el viento, Cihuacoatl hablo:

-Hijos míos, amados hijos de Anáhuac, vuestra destrucción esta próxima. Dentro de muy poco estaréis perdiendo para siempre. ¿A dónde iréis? ¿Dónde podré llevarlos para que podáis escapar del terrible destino que os espera?

Los sacerdotes consultaron sus libros sagrados y allí estaba escrito: era el sexto presagio cumplido de los ocho augurios de los dioses, anunciando la destrucción de los aztecas. Estaba anunciada la llegada de extranjeros que vendrían por el este, trayendo penas y dolor, augurando la muerte y la destrucción de la raza. Los dioses aztecas serian humillados y sustituidos por otros dioses nuevos, más fuertes y más poderosos.

Los españoles, montados en sus caballos, trayendo la muerte y la destrucción con sus lanzas y sus armaduras, saquearían los poblados, aniquilaron a los hombres, construyeron ciudades, templos en los que adorarían a los nuevos dioses. Fue la Conquista, el final del Imperio Azteca.

Cuentan que, mucho tiempo después de la conquista, una mujer vestida de blanco, una figura como la de Cihuacoalctl bajo de los montes y apareció en el silencio de la noche por el lado occidental de la plaza de la capital de la Nueva España. Cruzaba calles oscuras y plazuelas con rumbo al este, repitiendo siempre el mismo y desconsolador lamento:

-¡Aaaaaay mis hijos, aaay aaay mis hijos!

La gente al oír el lamento se quedaba encerrada en casa después del toque de queda, para huir del espíritu de esa mujer, en pena, de esa figura tenebrosa, que desde entonces fue bautizada como “La Llorona”.

Los pocos que la vieron quedaron enfermos de espanto y con el alma desagarrada para siempre por la visión del fantasma blanquecino, por haber escuchado de cerca ese terrible grito de pena. Desde el Golfo de México hasta la Tierra de Fuego hay quienes aseguran que el alma de la llorona todavía se arrastra por parajes escondidos y que durante la soledad de la noche oscura se la oye llorar desde lejos, lanzando al viento el incansable quejido que clama por sus hijos perdidos, por su pueblo desaparecido.

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